viernes, 18 de julio de 2008

con la espalda rota

CON LA ESPALDA ROTA

Todavía me duele. La espalda, digo. No en su totalidad, pero casi. El dolor se localiza en los extremos, es decir, arriba, en cervicales y homóplatos y abajo, en lumbares y coxis. Aunque están delimitadas, estas dos áreas se expanden en un perímetro lo suficientemente grande como para que parezca que toda la espalda está resentida.
Al principio comenzaron a dolerme el cuello y los hombros. Como casi todo el mundo, no hice caso; pensé que sería una contractura pasajera, ocasionada, quizás, por alguna mala posición al dormir o por la índole de mi trabajo. Mi mujer, que se ha pasado buena parte de su vida aprendiendo técnicas de mejoramiento corporal, me enseñó algunos ejercicios que me proporcionaron el consuelo de sentirme asesorado. No mucho más que eso. Consistían en movimientos circulares con los hombros y a los lados con el cuello. La principal recomendación de La Negras era que debía practicarlos con suavidad, inspirando y exhalando pausadamente. Obedientemente yo cumplía. Debo reconocer que, al menos por unos minutos, el dolor atenuaba.
Al poco tiempo recrudecieron, pero esta vez, acompañados por los dolores de abajo. Para ellos, mi mujer también conocía ejercicios de flexión y rotación de cintura que, como antes, respeté fielmente. Con el mismo resultado. Esta vez, los consejos de mi mujer venían acompañados por recriminaciones sobre mis posturas incorrectas al sentarme o al dormir.
Por mi parte atribuía mis molestias al cansancio, el sedentarismo, el estrés. Como casi todos, suponía que en las vacaciones el dolor desaparecería. De todas maneras, incorporé la variante de calzarme unas zapatillas, un buzo y de salir a caminar por las veredas doradas del otoño.
Así seguí varios meses. Los dolores, lejos de abandonarme, se intensificaban. Comencé a pensar en la posibilidad de hacer alguna terapia. Por ese entonces, mi mujer recomendaba yoga. Según su hipótesis, se trataba de síntomas cuyas causas se encontrarían en mi personalidad excesivamente preocupada por los problemas cotidianos. La idea de hacer contorsiones sobre una colchoneta en un salón oloroso a transpiración y sahumerios no me seducía. En cambio, convencí a mi mujer –que había hecho esas cosas durante años- a que ella me enseñara a relajarme. Mientras tanto, seguía con mis caminatas. Y mis dolores. Mantenía firmes mis esperanzas en el receso de invierno.
Pero varios meses antes debí tomar una decisión más firme. Cierto día, mientras trabajaba, los dolores se intensificaron de una manera tan abrupta que, al regresar a mi casa, debí tenderme en el piso cuan largo soy para tratar de “recuperar la vertical”, como después supe que se dice en el ambiente de los afectados por estas dolencias. Los ramalazos me impedían mantenerme en ninguna posición durante más de unos minutos. Llegó un momento en que me resultó imposible mover la cabeza. Decidí ir al médico.
Mi cuñado me recomendó visitar al suyo. Me insistió en que le dijera que iba de su parte. Así lo hice, pero el galeno no dio señales de cordialidad particular; más bien parecía que simulaba recordar quién era mi cuñado. Tampoco tuve en ningún momento la impresión de que se tratara de alguien especial, pero, de todas formas me daba lo mismo confiar en éste o en cualquier otro. Utilizaba conmigo un tono correcto, aunque neutral. No es raro en los de su profesión. Quizás ello alienta el fenómeno de endiosamiento popular del que son objeto y que parecen disfrutar. Lo cierto es que, por lo general, los pacientes adoptan ante ellos una actitud de entrega incondicional. Hay que verlos en las salas de espera, con esas caras de terneros desamparados, mientras aguardan que la figura inmaculada abra la puerta del consultorio y pronuncie al fin el apellido que esperan escuchar. Entran con una mansedumbre cercana a la obsecuencia, le dan mano y con tono reverencial le preguntan “¿Cómo está, doctor?” Por mi parte solía omitir el “doctor”; ahora me da lo mismo.
Como corresponde, el clínico no emitió opinión alguna hasta no tener ante sí las radiografías y los resultados de los análisis. Para mi sorpresa diagnosticó artrosis en cervicales y desvío en lumbares. Protesté apelando a mi edad. No me considero tan viejo como para tener esas cosas. Me explicó que no era una cuestión de años, sino de exceso de sedentarismo, malas posturas y estrés. Nada nuevo pensé, pero nada dije. Registré atentamente sus indicaciones. Me dio los mismos ejercicios de cuello y cintura que me había enseñado mi mujer, me recetó unos analgésicos y me recomendó caminar con zapatillas acolchadas sobre terreno duro y liso para no perjudicar los meniscos. También sugirió aplicaciones de calor durante quince minutos diarios y colchón duro.
Obedecí en todo. Por otra parte, excepto por lo del calor y los analgésicos, era lo que ya venía haciendo. Incluso lo de caminar sobre terreno pavimentado. Respeté las dosis, los horarios, los ejercicios. Los dolores parecían menos dispuestos que nunca a abandonarme. Sin embargo debo ser justo. Es cierto que con cada una de estas prácticas desaparecían momentáneamente. Recuerdo, por ejemplo, la confortable sensación debajo de la lámpara de calor que mi mujer me prestaba. Pero al rato, todo estaba igual.
A veces los dolores atacaban uno de los extremos de la espalda; otras, las peores, me atenazaban al unísono, arriba y abajo. Pero siempre estaban, todas y cada una de las horas del día.
Volví al médico. Me dijo que el tratamiento de estas dolencias demanda tiempo. Me sugirió paciencia, tenacidad, cambió los analgésicos por otros más fuertes y me recomendó incorporar algunos abdominales a las caminatas. No entendí cuál era la relación con mi espalda, pero no dije nada. En cambio, propuse la posibilidad de ser derivado a un traumatólogo. Me recomendó uno que se había capacitado en Canadá. Como otras veces me pregunté por qué la idea se me había ocurrido a mí si el médico era él. En muchas ocasiones, ante plomeros o electricistas me ocurre lo mismo.
Esta vez, al despedirme, no me dijo, como en las primeras visitas: “Lo espero la semana que viene”. Ni siquiera un “cualquier cosa me viene a ver”. Comprendí que ya había intentado todo lo que se le había ocurrido.
El traumatólogo, después de revisar las nuevas radiografías que me mandó a sacar, no encontró ninguna artrosis sino una calcificación excesiva pero inocua en una vértebra. Quedó convencido de que mi problema no era óseo sino muscular. Por lo tanto, reemplazó los analgésicos por un relajante que, según me aseguró, me calmaría en pocos días. Proscribió los abdominales. Por mi parte sugerí la idea-que en realidad me había dado mi mujer- de hacerme unos masajes. “Mal no le van a hacer” fue su respuesta.
Iba por la segunda caja de relajantes cuando mis crecientes quejas por los dolores llegaron a los oídos de un compañero de trabajo. Me dio el teléfono de una masajista japonesa que no cobra mucho. Según mi colega, a él le había arreglado la espalda cuando estuvo en mi misma situación.
La masajista era de Hiroshima. Había estudiado las técnicas orientales de digito-puntura y masajes en Japón y la empresa en la que trabajaba le ofreció la posibilidad de trasladarse a su sucursal en Estados Unidos. Allí conoció a su actual marido, un argentino que la sedujo para irse a vivir juntos a formar un hogar con media docena de hijos en un barrio de las afueras.
Sus masajes eran deliciosos. Una vez por semana, durante cuarenta y cinco inolvidables minutos, sus manos diminutas pero firmes suavizaban mi espalda. Al finalizar yo, que en mi vida me había hecho masajes, salía de la habitación como si flotara en una nube rosada. El efecto duraba, en el mejor de los casos, algunas horas. Pero seguí haciéndolos, más por hedonismo que por eficacia. Al poco tiempo de comenzar, al igual que Nani Moretti en “Caro diario” sabía que la diferencia entre los “profesionales de la salud” de Occidente y los de Oriente es escasa. Como los orientales siempre están relajados y concentrados parecen saber lo que hacen. Al cabo de un tiempo le pregunté qué opinaba de usar alguna crema para los nudos. Me recomendó una de venta libre y me indicó que la aplicara en movimientos circulares que respeté con abnegación.
Mi mujer, a estas alturas, matizaba sus enseñanzas de respiración y yoga con informaciones sobre lo último que aparecía en la tele en los programas destinados a la salud. Me contó que uno de los médicos de esas emisiones había hablado del uso de ese tipo de cremas y había indicado su aplicación de manera vertical, tomando como eje la columna y realizando movimientos hacia fuera. Por ese entonces también, su asesoramiento venía con advertencias de pasar las vacaciones en paz, sin dolores o, al menos, sin quejas. Yo, íntimamente cada vez más preocupado, prometía.
Ya se acercaba el fárrago de las fiestas, cuando algunos conocidos me hablaron de los milagros de la quiropraxia. Era la primera vez que yo escuchaba la palabra, pero los comentarios eran contundentes. Alguien no dudó de calificarla de “mágica” y me pasó una tarjetita. Allí fui, casi dichoso de tan esperanzado. A la entrada del consultorio había un felpudo con un tosco dibujo de una columna vertebral y una inscripción: “Welcome to quiropractic”, lo que sonaba a “Bienvenidos al Paraíso”. Juro que no miento.
El kinesiólogo era más joven que yo, parecía muy seguro de sí mismo y no atendía por obra social.
Nunca imaginé que existiera una terapia semejante. Después de escuchar y registrar mi historia clínica y ver mis estudios anteriores determinó que, si bien había un pequeño desvío de columna, no era ésa la causa de mis dolores. No habló de artrosis ni de afecciones musculares. En cambio me prometió solucionar el problema en tres o cuatro sesiones. Me extrañó oír esto, pero no le di mucha importancia.
En su consultorio sólo había un escritorio y una camilla con una cabecera y unos posa-brazos ubicados de tal manera que, acostado boca abajo, la cabeza del paciente no se yergue sobre el resto del cuerpo y los brazos se apoyan naturalmente abiertos y distendidos por debajo de la línea de la columna. Parecía la máquina de En la colonia penitenciaria” de Kafka. Me pregunté si debía sumergir mi cara en el papel - visiblemente humedecido por el sudor de los pacientes anteriores-que cubría la cabecera. Para mi alivio vi que un prudente rollo deslizable montado a un costado de la cabecera permite cambiar con facilidad el papel sobre el que descansa la cara del paciente. Así me encontraba yo cuando el fisioterapeuta comenzó su trabajo. Al igual que la extraña camilla, me pareció ingenioso y sencillo. Básicamente consiste en realizar movimientos de presión fuertes y precisos sobre los puntos afectados de la columna, como si se tratara de enderezar una madera vencida hundiéndola por su parte convexa. Luego me hizo ubicar de costado e intentó alinearme nuevamente como si mi espalda fuese un ocho que procuraba desenredar. Las sesiones se completaban con algunos chequeos de reflejos y movimientos de equilibrio.
Desde la primera visita demostró antipatía hacia los fármacos, respetó el uso del colchón duro y concedió la crema para las contracturas por unos días. Según él, lo fundamental era que los movimientos de su aplicación debían hacerse en forma vertical, pero de abajo hacia arriba. Desacreditó la eficacia de las sesiones de calor. Las sustituyó por quince minutos diarios de hielo. -Para desinflamar-dijo.
En la cuarta y última sesión me dio unos ejercicios de cuello, cintura y hombros que yo conocía y restituyó los abdominales. También me prohibió todo aquello por lo cual mi vida tiene algún solaz: leer, mirar pelis, tocar la guitarra. En eso sí los de su especie se parecen a dioses: por lo represores. En cambio, alentó la idea de las caminatas, pero en terreno blando. Curiosamente la razón que dio fue la misma por la que el clínico había indicado suelo duro.
Llegado a este punto, creo que no vale la pena relatar mis experiencias con el reumatólogo al que me entregué después del fracaso del mago de la quiropraxia. Sólo fue un poco más de lo mismo, incluidas las contradicciones con sus predecesores. Por mi parte ya estaba convencido de que cada doctorcito aplica indiscriminadamente su librito. Y que pase el que sigue.
También estoy seguro de que la gente exagera sus virtudes para justificar el peregrinaje por las obras sociales, el dinero malgastado y el tiempo derrochado en la incomodidad proverbial de las salas de espera.
Por otro lado, los litros de los “milagrosos” tés de unos yuyos aborrecibles que me recomendó una vecina, sólo me habían producido unos retortijones compulsivos y una diarrea inolvidable.
Dos semanas después de que el reumatólogo terminara conmigo empezaron, por fin, las vacaciones largas. Por esos días, lejos de mis expectativas, mi espalda comenzó a sacudirme como nunca. Me sentía inutilizado de dolor.
Por ese entonces el sesgo didáctico de mi mujer había sido íntegramente sustituido por los reproches. Creo que con ello exteriorizaba la preocupación o peor aun, el temor, por lo que me estaba pasando.
Por ese entonces ella comenzó a esbozar la teoría de que mis dolencias eran psicosomáticas. Con mi masculina tosquedad yo me preguntaba si ella me creía capaz de inventar todo lo que me ocurría para restarle protagonismo.
A finales de febrero su hipótesis se convirtió en certeza y en marzo yo comenzaba las sesiones con una onerosa psicóloga especializada en sistémica. Esta vez la recomendación vino de mi propia mujer ya que ella se había hecho atender por ella unos meses después de que ocurriera aquello.
La psicóloga me sugirió la idea de escribir mi experiencia. De esa manera, me decía, podría hacer transferencia en mis personajes. Así, le explicaba yo después a La Negra, la catarsis de mis lectores terminaría de enajenar mis dolencias. Incluso le dije que ya había pensado el inicio y el final de mi relato.
Como tantas veces no sé por qué no me detuve a tiempo. Hacía un buen rato que Silvia me escuchaba con el rostro endurecido. Yo seguí hablando como si una parte de mí se negara a darse cuenta de lo que se avecinaba. Otra parte, en tanto, seguía exponiendo como si estuviera dando una clase con un entusiasmo repentinamente renovado.
Cuando mi solipsismo se tomó un respiro, ya era tarde. Silvia me estaba asestando esa mirada que tan bien le conozco en la que conjuga lo peor de ella y lo peor de mí.
-Me tenés harta con tu espalda.-fue su comentario intempestivo.

Desde entonces casi no hablamos más del asunto.
Algunas veces por cortesía, creo, me pregunta cómo estoy. Lacónicamente le respondo “bien” y cambio de tema.
En marzo de este año compré un mp3.
Lo incorporé a mis caminatas que desde entonces, se han hecho musicales.
Aunque ya no hago mucho caso, todavía me duele.

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