lunes, 14 de julio de 2008

A LA DERIVA RE-CARGADO


A LA DERIVA RE-CARGADO


El hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas como relámpagos con sensación de tirante abultamiento. ¿Qué sería? Pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su mujer. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente. La voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. — ¡Dorotea! - rugió, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La sed lo devoraba. El hombre tragó de la damajuana y apresuradamente siguió por la picada hacia su rancho.
Echó una veloz ojeada a la monstruosa hinchazón.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre su mujer.
El hombre, con sombría energía, se bajó el pantalón. La carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
— ¡No—protestó la mujer.
— ¡Dorotea! —rugió con un juramento
— ¡No, te digo.
El hombre pretendió incorporarse, pero un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la pierna.
Sacó el machete de la cintura. Su mujer vio la amenaza y corrió espantada.
El hombre pensó que no podría fácilmente atracar. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves. Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
El sol había caído ya. El hombre se arrastró por la picada en cuesta arriba.
El paisaje allí es agresivo. Su belleza sombría corre en el fondo de una inmensa hoya, desde las orillas bordeadas de negros bloques cuyo fondo detrás se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El palo asciende, negro también.
— ¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.— ¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor.
Dirigió una mirada allá abajo. La carne era ya un bloque durísimo que reventaba la ropa. El hombre pensó que podría él solo. Durante un instante contempló la hinchazón y estiró velozmente los dedos de la mano.
El hombre, semitendido, rugió.
El bienestar avanzaba. Se sentía cada vez mejor. Su pecho se abría en lenta inspiración. El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro.
La respiración se precipitaba, el aliento parecía caldear más y una sensación de fulgurantes relámpagos, comenzaba a invadir todo. El hombre alcanzó a lanzar un estertor y de pronto desbordó. En incesantes borbollones.
Y quedó tendido de pecho, exhausto.
El monte dejaba caer su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre.
El hombre sentía ya una somnolencia llena de recuerdos.
Se hallaba bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo.
La víbora era ya algo blanduzco. Manos dormidas la dejaron caer.
Pero, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.









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