miércoles, 9 de julio de 2008

sala de espera

SALA DE ESPERA

LLego a la sala de espera y encuentro tres mujeres imponentes de edades variadas -entre 30 y 50 a ojo de buen cubero- . A juzgar por el trato desembozado, amigas o familiares entre sí.
Sólo una silla libre al lado de la rolliza más joven me convocaba. Me senté (de cuerpo y alma) con hidalguía y patriotismo.
Con disimulado desinterés abrí mi flamante libro del egipcio Mahfuz y me dejé llevar por su prosa excelsa. Las letras se deslizaban, amenas y subyugantes, ante mis ojos ávidos. Empero, la proximidad ineludible de la más joven y el roce obligado con su humanidad prominente, pegada a mi flanco izquierdo, dificultaba mi concentración. Ingenuo de mí, aquello era sólo el principio.
En un movimiento dudosamente subrepticio, la joven y voluminosa mujer adelantó uno de sus pies y, con total naturalidad, liberó el suyo de la prisión de unos zuecos en los que era inevitable apreciar la contundente factura de un Batacazo o un Tamango's tal vez. Compenetrado en la lectura, intenté eludir la tentación de focalizar la mirada en el peceto recientemente liberado a escasos centímetros de mis propios pies, decorosamente cubiertos por unos mocasines New Style color borravino.
Pero no resultaba fácil.
Aquello era un alarido visual, un Munch cumbiambero diría.
Mahfuz, por su parte, resistía el embate e insistía, estoico, desde la seguridad de su narración prolija:
-Léeme, avezado lector; ten confianza – parecía susurrar- ¿Qué hallarías en el profano mundo que no pueda brindarte mi pluma heredera de la civilización que veneró a Osiris y erigió la esfinge?
Mientras, del otro lado de sus márgenes, una destemplada voz silente en la pulcritud del recoleto nosocomio, parecía demandar:
- ¡¡¡Miráme, che!!!
Te aseguro, mi paciente lector (si es que hasta aquí has sido indulgente con mi relato), que durante unos minutos la lectura del laureado egipcio logró mantenerme en el camino recto, pero pronto comenzó a incomodarme el denodado esfuerzo que mi inquieto espíritu hacía por no apartarme de él al inicio de cada renglón, toda vez que el límite izquierdo de mi campo visual tropezaba inexorablemente con la tremenda desnudez pedestre que seguía profiriendo su demudado grito.
La dueña de la maravillosa visión parloteaba con sus amigas (o familiares) en tono jocoso y dicharachero, mientras ventilaba sus metacarpos. Creo que para ese momento intentaban canturrear algunas encomiables melodías de Xuxa.
Hasta que, débil materia humana al fin, lo vi.
“Oh! ¡Cuán insuficiente es mi lenguaje y cuán débil para expresar mi concepto! Tan lejos de lo que vi está lo que digo, que prefiero no decir nada a decir poco.”
¡Quién pudiera, cual magnífico Dante, expresarse así para decir lo indecible! Mas, pálido mortal sin talento ni valor, reforzaré mis empeños para vencer la opacidad de mi verba.
La antedicha extremidad de mi portentosa vecina ostentaba un mayúsculo dedo mayor (más conocido como dedo gordo, apelativo de mérito en el caso que me ocupa), cuya uña parecía mordisqueada, al modo de aquellas de manos adolescentes en las que el repliegue de la uña acarrea el levantamiento de la yema, como si fuera una bolita o una lomita de carne que se monta sobre el filo de la uña por razón y efecto de la mordida voraz. Tal ocurría con la del mencionado dedo de mi rotunda vecina.
Ningún motivo de escándalo podría reparar lo hasta aquí dicho. Mas, cual urbano Fierro, permíteme, amigo lector, invocar a los santos milagrosos para que “…vengan todos en mi ayuda/ que la lengua se me añuda/ y se me turba la vista./ Pido a mi Dios que me asista / en esta ocasión tan ruda. “
Y no es para menos porque, a la sazón, la particular uña desenfundada, al igual que sus fieles compañeras, exhibía un arañado color blanco de singular textura. Diríase, sin pecar de fantasioso, que habían sido pintadas con Liquid Paper o, mejor aún, a la cal y brocha...gorda.
Cual Dante (y perdona su reiterada mención) “…quedó mi vista consumida”.
En ese momento resonó en mis oídos la cavernosa voz de Brando- siniestro Kurtz-: “¡Qué horror!”
A esa altura, mis prominentes vecinas habían acertado con la letra que procuraban regurgitar a viva voz entre risas festejantes. Cual espantado Dante (y prometo no volver a profanar su inmortal memoria), “Horrorizado exclamé - ¿qué es esto que oigo y quiénes son esas gentes …?”
Bueno, en realidad no lo exclamé porque me contuve, no sin esfuerzo. Creo que hasta Mahfuz gemía, desde su olvidado lecho de papel y tinta.
Con desembarazada intención supuse que, si de tal modo decoraba sus henchidos pies, algo no muy diferente pasaría con las uñas de sus manos. Claro que no me resultaba posible, en la posición en que me hallaba, satisfacer mi maliciosa curiosidad sin pecar de indiscreto o asqueroso.
Mis ojos comenzaban a dolerme por el esfuerzo de simular atención en mi elevada lectura y ampliar el campo visual del rabillo del ojo izquierdo como para que alcanzara las extremidades superiores de mi próxima quien, para colmo, tenía los brazos en cruz y las ocultaba de mi vista.
En ese instante, un hecho fortuito aconteció: una de las rebosantes señoras extendióle a mi ladera- que seguía refrescando sus cutículas calinas - una bolsita con caramelos de la cual se sirvió con fruición. Estoy seguro de que, en verdad, tanto ella como su oferente hubiesen preferido un choripán con chimichurri, pero, conjeturo que el presupuesto insumido en enchastrarse las uñas de los pies con líquido corrector no debió darle otro margen más que para aquellos insuficientes caramelitos que las tres engullían mientras arrojaban sus envolturas en el encerado piso y seguían vociferando sublimes melodías, cual si algún productor de televisión las fuera a convocar para llevarlas a “Gatear por un sueño” o algún otro producto edificante.
Dos cosas ocurrieron simultáneamente: mi vecina destrabó sus manos para servirse de la bolsita y yo, aprovechando el sutil movimiento, levanté la vista, como quien es interrumpido de su ensimismamiento y alza la cabeza de su enfrascada lectura. De hecho, pude entonces comprobar – subrepticiamente claro está- mi escasamente riesgosa hipótesis: las uñas de las manos exhibían orgullosas el mismo blanco a la cal, pero, en este caso, estaban revestidas de un barniz para madera dura color brillante intenso que permitía resaltar las pinceladas a brocha gruesa del blanco de abajo y las chorreaduras de la laca protectora (no fuese que algún infortunio atentara contra la delicada ornamentación).
Las tres mujeres, envalentonadas entre sí, seguían canturreando, ahora con la boca llena.

Para mi fortuna, la puerta del consultorio del esperado galeno, se abrió en ese momento y una pulcra voz redentora, pronunció mi nombre.













1 comentario:

HERNÁN dijo...

HOLA RICARDO... DESCUBRÍ TU BLOG POR MEDIO DE UN MAIL DE MARTÍN LERTORA...

TE FELICITO POR EL RELATO ESTÁ MUY BUENO Y DIVERTIDO... ME GUSTÓ CUANDO CITAS A MARTÍN FIERRO JAJA...
EXCELENTE...
SI ME ANIMO VOY A ESCRIBIR ALGO PARA APORTAR...
GRACIAS POR ESTE ESPACIO... SUERTE Y CREZCA... ADELANTE!!!